lunes, julio 26, 2010

La otra cara de la transparencia

El Contralor Ramiro Mendoza.
Probablemente el empleado público que más pega ha tenido desde el cambio de gobierno.


Curiosamente la transparencia -un atributo que en su literalidad es absolutamente neutral: dejar pasar la luz- se ha transformado en algo positivo. La arquitectura deja en evidencia que hace siglos que lo transparente -ya no en un sentido "optico", sino que metafórico- es visto como un adjetivo deseable.
Sin embargo, es en la modernidad cuando deja de ser considerado propio de lo divino y pasa a "humanizarse". La transparencia -en el mundo ideal que es por definición el de la teoría- es necesaria para el correcto funcionamiento de las dos insituciones fundamentales de la modernidad: el mercado y la democracia. En el mundo ideal.

Hoy, hablar de transparencia es hablar de algo bueno, que tiene que estar presente en la mayor cantidad de esferas posibles. Y habiéndose secularizado, se ha tranformado -era que no- en un objeto de la política. Los candidatos (todos) aseguran poseerla y que sus contricantes no. Prometen extenderla por todos los pasillos del Estado y exigen que todo poder la tenga. No sólo los candidatos. Obviamente como es un objeto político, quienes ya están en posiciones de poder llenan su boca con la transparencia.
Y como es un objeto político, que se relaciona tensamente con el poder, los periodistas con vocación de superhéroes también la toman como bandera.

Es, dentro de las distintas reformas que han quedado bajo el concepto "modernización del Estado", una piedra fundamental. Sin embargo, creo que vale la pena dudar de los conceptos a los que consideramos buenos o malos en sí mismos. Si seguimos a Nietzsche, siempre hay una relación de poder ahí encerrada digna de una genealogía.
Y sucede que este intento por hacer al Estado transparente también tiene sus costos y conflictos, los que trabajando dentro del aparato público se hacen evidentes y desenmascaradores.

Me permito compartirles algunos.

1) Licitaciones.
Sean estas por el portal ChileCompra o por los portales de otras instituciones que tienen convenios con el Estado, las licitaciones públicas tienen el sello de la transparencia por excelencia. Pues claro, están ahí para que cualquiera -con Internet- pueda verlas, descargar sus términos de referencia, hacer preguntas, postular y recibir el resultado de la postulación con un puntaje fundamentado. Hasta aquí todo bien.

No obstante, para que toda licitación ocurra como tal, tiene que haber un mínimo de tres oferentes que hayan cumplido con los requisitos pedidos. Esto, cuando uno es la contraparte (es decir, está dentro del servicio público que va a adquirir lo licitado) es fuente de un stress nada menor si se trata de algo que pocos pueden ofrecer. El riesgo de que la licitación "se caiga" es alto y tienes que confiar que quienes podrían presentarse vieron el llamado, les interesó y presentaron algo dentro de los plazos y términos de referencia. A eso hay que sumarle que -en el caso de ChileCompra- no puedes avisarle a los potenciales oferentes que la licitación está abierta. O, al menos, no puede quedar registro de que lo hiciste.

Pero lo que realmente es un problema en este sistema, es que un buen proponente no necesariamente es un buen ejecutor. Se me viene inmediatamente a la cabeza cierto Observatorio Social de la universidad con el nombre del santo de quien Karadima alardeaba ser discípulo. Sucede que este centro de estudios tiene un puñado de personajes muy capaces y con excelentes currículums a la cabeza. Ellos arman propuestas que son muy atractivas, originales, bien planteadas, coherentes y -sobre todo- baratas. Esa suma de características prácticamente garantiza el éxito en una licitación. Pero lo barato cuesta caro y todo se paga en la vida, dicen los adagios. Esas baratísimas propuestas económicas significan, en la práctica, la "contratación" de estudiantes en práctica y otros que sólo son estudiantes a secas. El nivel de errores que me ha tocado ver dan la impresión de que incluso no han terminado el 4º medio con éxito. Y no les estoy exagerando.
Esto termina siendo un cacho, puesto que la calidad del producto obliga a constantes correcciones que dilatan su entrega final y atrasan todo el trabajo del año. Lo peor de todo, es que hablando con otros colegas en el sector público, nos damos cuenta que todos tenemos alguna historia similar con los susodichos y literalmente tememos que se puedan ganar la próxima licitación. Eso es algo que se le puede envidiar a la empresa privada: si has tenido una mala experiencia con un oferente simplemente no le compras más. Una decisión así no se puede tomar desde el Estado. No sin salirse de la ley.
Con todo, cabe decir que una licitación lamentablemente no garantiza el mejor producto. Garantiza el más barato de los elegibles. Y esto podrá tener una racionalidad economicista, pero muchas veces los costos de algo que fue mal hecho terminan siendo mayores.

2) Ley de transparencia.
Tengo entendido que la ley de transparencia tiene muchas aristas, pero estando dentro del sector público las que te afectan directamente suelen ser dos: por un lado, a diferencia de los demás trabajadores, tu sueldo y todo tipo de asignaciones son públicas. Cualquiera con Internet tiene acceso a tu salario. En principio, no tengo razones para oponerme a esta medida (pese a que uno igualmente se siente expuesto), pero me gustaría que fuera parejo para todos. Así se transparentarían varios abusos, corrupciones e injusticias en todos lados. Además que la información fluiría de manera mucho más horizontal y generalizada, y los creyentes dicen que eso es bueno en un sistema de libre mercado como es el que se supone que nos estamos mamando.
Por el otro lado están los requerimientos. Por ley de transparencia toda persona tiene derecho a solicitar información pública y que ésta le sea contestada en un tiempo que no puede superar los 20 días hábiles. En la práctica eso es mucho más estrecho y cuando llega una consulta "por ley de transparencia", se transforma siempre en una prioridad inmediata. Esto añade una cuota extra de stress y en ciertos momentos puede resultar una distorsión bastante grande en el trabajo que se está haciendo. Sobre todo cuando llegan varias al mismo tiempo. Uno desearía que hubiera un modo de que toda la información pública estuviera siempre disponible fácilmente, pero sobre todo, que la gente se diera el trabajo de buscar bien aquella que existe antes de "externalizar" el trabajo de búsqueda utilizando la ley. Hay harta flojera malacostumbrada a la inmediatez de google que ha encontrado un nicho en esta ley.

3) Los concursos públicos.
Funcionan con una lógica bastante semejante a las licitaciones, excepto por la oferta económica: lo que se gana en el sector público está fijado por ley y no hay donde negociar. Pero lo demás es bastante parecido. Es decir, hay términos de referencia, plazos para presentarse y debe haber una terna final de donde se sacará al futuro funcionario. Hoy por hoy prácticamente a todos los cargos se accede por concurso. Concursos que son algunos más públicos que otros, pero exceptuando los cargos de confianza, todos hemos pasado por procesos de selección.
El emblema es el sistema de alta dirección pública. Este sistema funciona de forma mixta, ya que al proveerse cargos que se supone antes eran de confianza, la jefatura del servicio siempre termina escogiendo a su criterio dentro de la terna que se le presentó. El tema es que para llegar a esa terna hay que pasar por una selección en manos del consejo de la alta dirección pública. Una vez elegido en el cargo, se está en el por 3 años prorrogables por otros 3 años más. Después de ese segundo período no se puede volver a ejercer dicho cargo. La idea es asegurar la rotación por un lado y una relativa indepencia de quien esté en el poder, por el otro. Es por eso que han sido tan ruidosos los despidos que ha hecho este gobierno de gente que había entrado por este sistema. Se supone que fue fruto de un acuerdo político cuya base está justamente en despolitizar los altos cargos y asegurar su profesionalismo. Por lo demás, el despedido de alguien que ha ingresado por este sistema es el único que recibe indemnización por parte del Estado.

Pero además, hay otro tipo de rigideces del Estado que intentan salvarse con ciertos concursos. Sucede que si al año siguiente no hay cupos ni de honorarios ni de contratas para algún profesional, se suele usar la vía del concurso público a través de algún otro organismo que tenga convenio con el Estado. Esto lleva a dos absurdos: el primero, que el Estado deba "tercerizar" gente que trabajará con las mismas responsabilidades, en el mismo lugar y con el mismo horario, pero teniendo en el papel como empleador al organismo del convenio. El segundo, que termina siendo el mismo profesional del Estado que deberá entrar por el concurso de dicho organismo el que prepare los términos de referencia para el cargo que va a ocupar. En otras palabras, es el encargado de diseñar los requisitos para SU cargo.
Esto supone un contrasentido al espíritu del concurso público, sin duda. Pero el tema es que tal concurso no debiera existir si lo que se busca es prorrogar el período de contrato de un profesional. El concurso pasa a ser una vil fachada (con palos blancos y todo) de la imposibilidad del Estado para superar sus propias rigideces.

Lo voy a dejar hasta acá por ahora. Creo que el punto está hecho. La idea no es denunciar turbiedades ni nada por el estilo. Simplemente se trata de ofrecer -desde lo que ha sido mi experiencia- una mirada en torno a los costos que pueden haber tras la transparencia. No diría "el lado feo", porque sería caer en el juego de que la transparencia es buena o bella por sí misma, pero sí diría su lado humano. Esas imperfecciones que nos recuerdan cómo se ha secularizado y hemos pretendido traer al mundo un ideal que tal vez siempre ha sido propio de lo divino.

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lunes, julio 12, 2010

El Gesto de la Semana: Economía Política del Transantiago

La micro con rodilla: un símbolo del Transantiago y fuente de sustos para los ciclistas.

Desde que hace algunos años le tomé el gusto a andar en bicicleta con lluvia, que prácticamente no utilizo el Transantiago. Mis desplazamientos casa-trabajo (que ocupan alrededor del 90% de mis viajes en la ciudad) los hago pedaleando, demorándome lo mismo o menos que si lo hiciera en micro o en metro. Y es, de los tres, claramente el medio de transporte más agradable.
Lo que quiero decir con esto es que ando en micros del Transantiago, sin exagerar, unos 3 días al año. Como mucho. Con esto cumplo con el requisito indispensable de todo aquél que pretende criticar, planificar, reformar, o mejorar el Transantiago: no usarlo.
De cualquier modo, esta columna no tiene ninguna de esas pretensiones.

El Transantiago es un buen "analizador" de nuestra realidad sociopolítica. En él (o a propósito de él) se pueden poner en juego muchas tensiones, ideologías y conflictos que tienden a ocultarse bastante bien.
En otras palabras, Transantiago es una excelente excusa para hacer algo que nos gusta mucho a los humanistas: hablar de otra cosa.

Veamos algunos ejemplos:


1) El déficit.

Mientras la derecha era oposición, el principal problema del sistema de transporte era que consistía en un "pozo sin fondo". El déficit del Transantiago era un problema muchísimo más grave que la calidad del servicio. Y todavía lo es.
Esto significaba mucha prensa a la hora de votar las "inyecciones" de recursos en el Congreso, y las amenazas de que no iba a haber más plata hasta que se solucionara el sistema. La derecha nunca ha dejado de ver el Transantiago como un mal negocio. Vale decir, una empresa cuya planificación y gestión deficiente hace que pierda plata.
El tema es que el transporte público probablemente debiera considerarse mucho más como un servicio básico que como un negocio. En este sentido, la orientación debiera estar en garantizar una racionalidad en los viajes dentro de la ciudad a la gran mayoría de la gente que debe desplazarse desde el lugar donde vive hasta donde trabaja.
¿A qué voy con esto? Pues a entender que es en el transporte público donde mejor se pueden poner recursos públicos a quienes más lo necesitan. Subsidiar el precio para que no alcance los 800 pesos es algo que beneficia muy directamente a los sectores que menos poder adquisitivo tienen. Porque para que el Transantiago sea "negocio", el pasaje tendría que subir mucho más todavía.


2) Las alzas.

Ya que estábamos hablando de esto, es en el subir el precio del pasaje donde se juegan las mayores sensibilidades políticas del asunto. El gobierno anterior -acusan en el actual- postergó un par de alzas comprometidas. Parece que no se quiso poner en riesgo la re-elección de la Concertación dilatando una medida intrínsecamente impopular. El gobierno actual tuvo algo de paciencia, pero inteligentemente escogió un par de partidos de Chile en el mundial para hacer las alzas. La alegría momentánea del fútbol fue capaz de aplacar la posible rabia.
Aunque en verdad creo que no somos muy capaces de articular movimientos sociales para defender derechos o causas. Y al parecer, el gobierno también cree lo mismo. De hecho, una de las formas de traspasar la responsabilidad (culpa) de las alzas a los mismos usuarios ha sido por la evasión: el pasaje sube porque entre ustedes hay quienes no pagan.


3) La evasión.

Hablando de la evasión, resulta interesante fijarse en las leves diferencias comunicacionales para combatirla que se guardan con la administración anterior. De los mensajes lúdicos y parcialmente colectivos de 31 minutos se pasó a un no metas la mano en el bolsillo de los que sí pagan. La apelación aquí no es a un sistema que se pone en riesgo, sino a que los que no pagan le roban a los que sí pagan.
El discurso derechista deja en claro que es la propiedad privada el único articulador de intereses y motivador de conductas. Que esto hay que mirarlo como interés individual y no colectivo. Y aunque parezca sutil la diferencia, aquí es donde pueden aparecer los contrastes entre entenderlo como un servicio que se le da a individuos y un sistema de transporte público.
Diferencia no menor, porque los individuos acomodados y egoístas que han florecido con esta manera de ver las cosas optaron por una salida cómoda y egoísta: subirse al auto. El absurdo cuadro que se puede ver a las horas de los tacos es que 9 de cada 10 autos sólo llevan a su conductor. Más de una tonelada de fierros para trasladar a una sola persona. A ese ritmo, unas cinco personas en sus autos ocupan el espacio de una micro en la calle.


4) La propiedad.

Uno de los grandes sellos del Transantiago es el ser una expresión de la manera concertacionista de hacer las cosas: ni chicha ni limoná. Un sistema planificado centralmente por el Estado pero operado y gestionado por privados. Independiente de esas declaraciones pre-candidatura de Frei ("Hay que estatizar el Transantiago"), lo cierto es que el Transantiago tiene esta condición mixta donde el Estado tiene poca injerencia, contratos demasiado permisivos, nula capacidad de fiscalización y obligación de ponerse siempre con la plata.
Es prácticamente el negocio perfecto para privados: ganancias aseguradas y posiciones monopólicas.
La Concertación no tuvo el coraje (probablemente tampoco el piso político) para intentar hacer un sistema de transporte público estatal. Es cierto, tampoco tenían las micros, pero la negociación de los contratos dieron cuenta de una muñeca débil. Siempre va a ser complicado entregar servicios públicos monopólicos a privados (como la electricidad y el agua), porque los "clientes" quedan a merced de no tener alternativas.
Para la derecha este régimen de propiedad es un alivio. El gobierno se desentiende de las demandas de los choferes en paro por ser un problema "entre privados", mientras los trabajadores sin sueldos ni imposiciones pagadas llevaban varios días pidiendo que se sentara el ministerio en al mesa de negociación.
Y no es de extrañarse, Ana Luisa Covarrubias, negacionista del calentamiento global y actual coordinadora del sistema era una "experta en transporte y medioambiente" del Instituto Libertad y Desarrollo. Siempre fue crítica del Transantiago, al que rotuló en su momento como una "mala idea, mal implementada".
En cualquier caso, no deja de ser paradójico que la derecha pida ahora mayores atribuciones para el Ministerio de Transporte. Rara vez se les puede ver pidiendo agrandar el Estado.


5) El Centralismo.

El mismo nombre del asunto desnuda el odioso centralismo de nuestro país. La prensa y políticos transformaron en un problema nacional lo que era solamente un problema de los santiaguinos. Como la mayoría de la población no vive en Santiago, había un pasar a llevar a las demás regiones y provincias utilizando recursos de todo el país y teniéndolo como tema país. Los populistas parlamentarios intentaron capitalizar esta molestia condicionando la entrega de nuevos recursos a mayores fondos para las regiones, sin embargo se desperdició una oportunidad para pensar realmente el tema: cómo dotar cada región o gran ciudad de nuestro país de un sistema de transporte confiable, racional y limpio.


6) Los cambios.

Nos habíamos (mal)acostumbrado a las micros amarillas. No había que esperarlas tanto y las veces que uno se tenía que ir parado eran solamente para las horas de alta demanda. Uno podía pedirle al micrero que lo llevara por menos plata y se podía cruzar Santiago cardinalmente sin bajarse nunca de la micro. Esto se pagaba con carreras entre las micros y los consiguientes accidentes, con un parque de micros mayor (aunque no mucho mayor) al actual y la consiguiente contaminación por el uso de una gran mayoría de micros viejas y humeantes.
El sistema actual eliminaba parte de las micros, utilizaba máquinas modernas y limpias y eliminaba las carreras y el manejo de plata por parte del conductor. Con el tiempo se dieron cuenta de que había que meter más micros en las calles, lo que implicaba "enchular" las antiguas.
Hoy, dentro de las reformas que se vienen, está el alargar los recorridos para que la gente tenga que hacer menos transbordos, poner distintos operadores en un mismo recorrido para que compitan y modificar el sistema de pago a los conductores para que se les pague por servicio prestado.
Estos cambios huelen tristemente a un regreso a lo peor de las micros amarillas: Choferes sin salario fijo, preocupados por manejar y por que los pasajeros paguen, y carreras de micros en las calles. Soluciones privadas para un problema "entre privados".

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